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LA TUMBA DE LAS LUCIÉRNAGAS
(1988).
YOSHIO MAMIYA.
Partitura
nada compleja, directa y con su mayor valor en el lado descriptivo de las
imágenes como si de otro matiz del color de la exquisita paleta del director se
tratase, embriagando la visión de este filme serio y pensado en cada fotograma
que pasa. Mamiya (músico también de su anterior obra, de 1982, ‘’Goshu, el
violoncelista’’), pretende una influencia superficial en primer plano y
práctica en el segundo, interviniendo durante rítmicas veces con unos
fragmentos tristes y pausados que llegan a hipnotizar como si de magia bien
integrada en el filme se tratara.
Con
pequeñas influencias de la música del cine occidental (John Carpenter en los
escasos temas más oscuros y Ennio Morricone con el uso del clavicordio en su
conocida ‘’La misión’’, compuesta dos años antes a la presente obra) y la
música barroca, el compositor adopta, a
su vez, un tono firmemente oriental en un camino similar al que había marcado,
y seguiría haciéndolo, Joe Hisaishi junto al colega del director de la cinta
(Isao Takahata), Hayao Miyazaki, cofundadores de los Estudios Ghibli. El piano
organiza el resto de estructuras que, inteligentemente, rebosan pequeños
detalles, ya bien en timbres de instrumentos (como el metal del glockspiel, que
adopta la melodía principal del inicio, clara referencia a las luciérnagas) o
en sensaciones hacia personajes (al carácter sencillo de los temas aluden,
directamente, a la relación pura y hermosa de los dos hermanos protagonistas).
El
elemento más importante en la composición para ‘’La tumba de las luciérnagas’’
es el sonido de los vientos de la orquesta (nada cercano a un sonido realista y
crudo, como resulta la cinta y la vida de los dos pequeños, y sí en las
proximidades del sentimiento y la idealización, aspecto que, por otro lado,
permanece fortísimo durante todo el argumento). Enlazado, al igual que el
glockspiel, con el símbolo de los pequeños animalitos, su empleo en la historia
es detallado con gran precisión y aplicado minuciosamente, nunca en un abuso
que hubiera resultado realmente fácil de empastar con una historia idealista
como la que cuenta el argumento. Sus apariciones, contadas pero importantes
durante todo el metraje, dan paso a un final agónico y dramático formado todo
por la sección de cuerdas de la orquesta que comienza su aparición, de forma
ejemplar, en la escena en la que la niña confiesa a su hermano el conocimiento
de dónde realmente se encuentra su madre. Secuencia envidiable y de una
aplicación musical ejemplo para cualquier cineasta: el momento cumbre del
diálogo entre los hermanos es descrito por el silencio, la música no suena, el
espectador ensombrece su propia historia y la vive junto a los niños. Sólo
segundos más tarde, cuando las sensaciones máximas ya han brotado y crecido, la
partitura comienza. Una muestra del estudio milimétrico de esta partitura,
siempre al servicio de lo que vemos, sucesos verdaderos y dolorosos, de la
crudeza de una relación de hermanos inmersos en la guerra y el hambre y nunca
sobrepasando la línea que muchas composiciones sí hacen, alardeando de buen
cometido y calidad que, realmente, no tienen. Una pieza la de esta escena,
además del matiz estructural comentado, de una hermosura absoluta, sin duda la
más bella e intensa de la obra.
En
definitiva, partitura humilde donde las haya (parte de un todo de una de las
mayores obras maestras de la animación de todos los tiempos) y, por eso (y por
su aplicación medida e incuestionable calidad), de obligada escucha y
visualización en pantalla y ejemplo de cómo fabricar un entramado nada pomposo
ni ostentoso con unos objetivos cumplidos de niveles muy altos. La música
sencilla de una cinta de poesía.
Antonio Miranda. Abril 2016.
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