7 sobre 10
ELEPHANT MAN (1980)
JOHN
MORRIS
LA
AVARICIA, la bondad, el idealismo, las relaciones sociales o la impronta que
una maniobra astuta de triunfalismo deja en el ser humano son varios de los
numerosos comportamientos que este magistral filme nos hace ver. John Morris,
con su partitura, los acentúa.
Nos
encontramos ante una composición muy estudiada y ejecutada con maestría,
humildad para con la historia (característica dificilísima de encontrar en las
músicas para cine hoy día) y ejemplar a la hora de su tratamiento y estructura.
Cómo el compositor fusiona los dos ámbitos en los que se mueve en los primeros
minutos, al llegar a nuestros ojos con más claridad la figura deforme del
hombre, es envidiable: melodía y ambientación se juntan para dar con el extraño
humano que se nos presenta, tierno e inescrutable al mismo tiempo. Y un gran
detalle melódico cuando los doctores escuchan hablar a John, firmemente
matizado con una ligera ascensión del detalle sinfónico. No necesitamos más:
estas pequeñas determinaciones del compositor, guiadas por el director, David
Lynch, configuran una silueta exquisita que, lamentablemente, es fustigada,
aunque sea ligerísimamente, por el final. Veámoslo.
El
‘Adagio para cuerdas’ de Samuel Barber cierra la obra. ¿Acierto o matiz? Conocidísima obra
contemporánea, compuesta en su origen en el año 1936 pero famosa en la
actualidad, el paso del tiempo ha perjudicado de forma notable el concepto
final de ‘El hombre elefante’. No cabe duda del intenso momento que finaliza
esta composición y su uso acorde a la historia y su desenlace (de hecho,
anecdóticamente llegó a ser votada en 2004, en un programa de radio, como la
pieza clásica más triste de la historia). Aparentemente, acierto del director.
Mas cualquier inquieto del estudio artístico, intentando escudriñar cualquier
detalle que interese, aparezca o inquiete, encontrará en este final pequeños
detalles que, escogiendo otra opción musical, habrían desaparecido. O, mejor,
no estarían presentes. El cuerpo religioso de la pieza es escasísimo, en su
concepción original (excepto una variación coral que Barber hizo) y en la
película, la versión creyente de John Merrick aparece ligeramente en su persona
y de manera clarísima en los detalles que el protagonista posee, con un valor
enorme ya que son prácticamente las únicas piezas de valor que él idolatra en
su vida: una biblia, la catedral que ve por la ventana y que fabrica en papel…
Detalles afianzados por la cámara en la parte final. La tristeza de la obra
existe, es evidente; no obstante, la aplicación de cualquier obra realmente
religiosa, coral, que tuviera un nexo directo con lo que vemos, habría hecho a
cualquier estudioso de la música y la imagen estremecer de manera radical y no,
por el contrario, mantener una mueca de extrañeza al escuchar cómo el adadio de
Barber aparece sin relación ninguna, musicalmente hablando, con todas las notas
que durante el filme hemos ido escuchando. Una lástima. Pese a todo, notable
obra y exquisita película.
Antonio
Miranda. Enero 2017