10 sobre 10
DUBLÍN, 23 de septiembre de 2017.
LA OPORTUNIDAD DE PRESENCIAR EN DIRECTO, HOY DÍA, UNA OBRA (NO ESPECTÁCULO; ESTO QUEDA PARA OTROS) DE TAL MAGNITUD ARTÍSTICA ES, SIN DUDA, UN PRIVILEGIO IMPAGABLE. ESCUCHAR Y VER A ENNIO MORRICONE EQUIVALE A HABERLO HECHO AÑOS ATRÁS CON W.A. MOZART, J.S. BACH O CUALQUIER OTRO GENIO DE LA HISTORIA DE LA MÚSICA.
Dublín vivía el fin de semana aparentemente tranquilo; buen tiempo, un arte ligeramente brotando de sus elegantes y silenciosas calles y la inquietud de End Titles antes de presenciar al maestro y el asombro tras hacerlo.
Dublín crece a medida que recorres sus rincones. Reservado, introvertido y, en la intimidad, asombroso. End Titles seguía el margen de las aguas del mar adentrándose o saliendo de la ciudad, de sus muelles, anunciándose a lo lejos las brumas de esa transparente sencillez y áurea bendición que aguardaba a escasos metros.
Ennio Morricone no necesita aspavientos, gestos o ese frenesí artificial y artísticamente detestable que varios directores de orquesta y falsa música de cine, hoy día, ejecutan para, simplemente, acaparar más público. No pueden conseguirlo de otra forma. Ennio lo hace, en directo, de ésta: sube al escenario por unas escaleras verdaderamente complejas para una persona de 90 años y su expresión corporal es enérgica, ayudándose de las manos y flanqueado por un par de personas. No hacía falta. El '3Arena' (espectacular sala habilitada para conciertos, con 14.000 localidades) de pronto rugió, gritó, enloqueció, silbó y se levantó de las butacas al sentir la enérgica subida del genio hacia su atril. Avanzó unos pasos (aplaudíamos como si el concierto terminase), se aproximó a su lugar y se sentó en una silla más característica de un estudiante que de una mente desbordante. No saludó, no miró, no se ruborizó por aquel alboroto expresivo de 14.000 gargantas. El primer tema que se interpretó fue de 'Los Intocables de Eliot Ness'.
El concierto resultó (por fortuna) extremadamente serio: una joya para el Arte de verdad. No fue un espectáculo, como dije anteriormente, concepto que con seguridad sí apoyará mucha gente. Para mí no lo fue: el matiz de diversión que acoge este sustantivo no merece ser aplicado a un músico que trata su obra con tanta rigidez metódica y firmeza. El entretenimiento, repito, queda para otras escenas. La ejecución de 'La Misión', en una especie de suite, resultó fascinante. Cómo una persona puede hacer sentir la tristeza artística, el llanto o la admiración es algo al alcance de muy pocos creadores en la actualidad. Y eso no es diversión, es un concepto que nada tiene que ver con una exhibición para la gente. Morricone no se exhibe y no le importa quién pueda escuchar ensimismado sus piezas. Expreso drásticamente lo que sentí y así, igualmente, lo siento. Los espectadores nos alboroábamos constantemente. La reacción de Morricone era sencilla y rápida: giraba su cuerpo en la silla, se levantaba ligeramente, miraba y no hacía gesto alguno. Cumplía y agradecía de forma educada la entrega y de nuevo, serio y sin gesto, alzaba los brazos, movía su batuta y a golpe suyo brotaba violenta la orquesta: asombroso.
El coro se levantó de pronto. Llegaba el momento del 'Spaghetti western''. Eché en falta el instrumento silbado. Una pena, mas Morricone versionó sus temas con una elegancia y una perfección descaradas. Pero vayamos a uno de los instantes más absolutos que jamás he vivido presenciando un concierto de música (luego llegará el segundo, que bien podría proyectar a un sentido global de la existencia): suena 'Gabriel's oboe'. ¿Cómo reaccionarías tú, si nunca hasta hoy has visto en directo, y oído, este tema en la batuta de Ennio Morricone? Su concepto es grandísimo: literalmente una de las mejores composiciones de la historia del cine. La sala lloró: cuando el oboe floreció, al compás del sintetizador (clavicordio), la muchedumbre pareció drásticamente morir unos y vivir otros (a mí me pasó lo primero y con una claridad y un placer incontrolables). Morricone no se inmutó, no movió un centímetro de su rostro, era un absoluto placer hierático mezclado con miles de gritos, quebrados chillidos, aplausos fortísimos y el sonido del tema casi engullido, masticado y digerido por todos los asistentes. Por momentos temí que los intérpretes no pudieran seguir. Tuvimos que callar: Él lo ordenó con su gesto congelado y esa seriedad eterna y admirable: no dijo ni expresó nada.
'On earth as it is in heaven' fue el final del concierto y el cierre a la suite de 'La Misión'. La perfección interpretativa, cayendo ésta en el lado de la Orquesta Sinfónica Nacional Checa, derivó en un éxtasis que End Titles no pudo controlar (por fortuna). La sensación que el maestro generó en un servidor (y estoy seguro en miles de los asistentes), fue una monumental desorganización emocional que finalizó aderezada por otro auténtico tumulto de fervientes aplausos. Morricone, ¿cómo no?, era consciente de la turbación gestada, pero su tipo no cambió. Se dedicó, al tiempo que nosotros seguíamos atrapados por el delirio, a marcharse y a los diez segundos regresar, sentarse haciendo un ligero gesto al público como agradecimiento y, sin esperar al silencio, inició los créditos. El final fue apoteósico pero venía del mismísimo cielo artístico. Habiéndome olvidado del sensacional inicio de la segunda parte del concierto ('L'ultima diligenza...') debido al todavía entusiasmo del recuerdo, la sensación que a uno le queda tras dos horas como aquéllas fueron es idéntica a la que en ese momento se fue moldeando: un concepto confuso, inexplicable e inolvidable. No creo que vuelva a pagar 15 euros por un concierto el cual no me asegure calidad. Pagaría mil por volver a ver al Maestro.
Antonio Miranda. Septiembre 2017.