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FRANKENSTEIN MUST BE DESTROYED (1969).
JAMES BERNARD.
Los siete primeros minutos de partitura afianzan esta
composición en una vertiente bien estudiada y, sin duda, fervientemente
descriptiva, lo que nos conduce a su práctica narración, al tiempo. Su calidad
es tan notable que el apoyo a las secuencias que van sucediéndose es tan vital
como ellas mismas. La unión que el artista fabrica entre el ladrón y el doctor,
cuando ambos entran en conocimiento uno del otro, es ejemplar, aplicando a la
orquesta una inteligente simbiosis de los matices individuales que, apareciendo
en pantalla por separado, iban identificando a cada personaje.
Las apariciones de Bernard son
soberbias. Tras más de diez minutos de silencio (recordémoslo, tras una
introducción musicalmente frenética), los vientos dibujan el rostro del doctor
Frankenstein al abrir la puerta su joven colega, el doctor Karl Holst, en busca
del paquete que se le había caído en la entrada de la residencia. No existe
impacto alguno de cámara ni efecto cinematográfico que ensalce el instante (lo
hará minutos después un zoom al rostro del doctor precisamente sin música pero
que, sin duda, Bernard ya ha ‘’santificado’’ con sus notas comentadas de esta
primera aparición frente a Holst). La secuencia (o, más bien, el momento) es
extraordinaria gracias a una ligera pincelada del maestro Bernard. Ejemplar y
un afianzamiento más, casi diría que el definitivo, de la figura extraña y
oscura del fugitivo doctor que se marca sobresaliente con el rostro de
Frankenstein en primer plano cerrando el momento. Una separación de música e
imagen, cada una apareciendo en dos instantes distintos pero unidas sin ninguna
duda en el resultado final que el director pretende ofrecer al espectador.
Inteligentísimo.
La composición no está presente
de forma constante en la historia de ‘’Frankenstein must be destroyed’’; no
obstante, su impresión sí. La fuerza que tiene queda tatuada e imborrable en
cada momento y los detalles, cuando la escuchamos, dejan perplejo a cualquier
estudioso de sus apuntes: los dos doctores, ya inmersos en la búsqueda de nuevo
material quirúrgico, son descubiertos. La escena, no llegada la media hora, es
ejemplo del resto de la obra. Bernard aplica un motivo narrativo ligero que irá
balanceando según el director quiera mostrar personajes, instantes o sensaciones.
Él nunca lo abandonará y terminará la escena versionándolo, tras la muerte del
hombre, a un ritmo lento, cansino y absolutamente distinto a su inicial.
Realmente la complejidad de componer un momento mediante el empleo único de un
motivo musical es enorme y el mérito, incuestionable.
El clarinete y el oboe son los
instrumentos más importantes de la partitura. Dicho, queda clara su orientación
(de un cariz intrigante y mental más que terrorífico). Las escenas se
estructuran siempre en una dualidad marcadísima que el músico desarrolla sin
ningún tipo de restricción, sometiendo su música a las imágenes de una historia
que crece y se orienta más allá del simple horror como cliché del personaje. Su
culminación la encontramos en una secuencia maravillosa, ejemplo de cómo la
música ahoga, crece y rompe. Sin objeción: el instante artístico más alto de la
obra (aunque no el más complejo). Vayamos con él: suenan las cuerdas agudas,
adoptando el motivo principal, inquietante, que ya no cambiará; Anna, la hermosa
mujer que permanece con los dos doctores, está en su habitación. Intuye algo y
sale. Bernard cambia de los violines a los vientos; ahora recorre la escalera y
los pasillos y el motivo empleado adquiere una simetría al ya usado. Sale a los
exteriores y, de nuevo, un giro en el uso de instrumentos sin variar el tema de
melodía. La partitura evoluciona y varía a cada estancia que la joven recorre.
No resulta una secuencia importante en apariencia, pero sí su empleo y
estructura y el desenlace puntual que termina con el abuso del doctor
Frankenstein hacia la mujer cuando, solos en casa, entra en su habitación. Un
final de secuencia en el que el compositor trabaja más el tema que hemos
mencionado y, siempre con la dualidad comentada, bloquea lo que vemos y permite
ir un poco más allá en la figura, presencia e historia del malvado doctor.
La parte final, con el despertar
del ‘’monstruo’’ y el desenlace de todos los acontecimientos, se convierte en
el apogeo narrativo de Bernard para otorgar una movilidad de sucesos,
personajes y secuencias de altísimo nivel. El compositor nunca abandona el
cariz directo (y hasta simple) de una partitura que ahora, enlazando unos
segundos con otros, emplea sutilmente el tema principal entre una maraña
estructural (que no, como acabamos de indicar, compositiva) que le permite
identificar momentos y personajes una vez con una secuencia musical y, al
instante, con otra. Sobresaliente broche que todavía guarda un paso más: la
sección grave de las cuerdas surge por primera vez, poderosa y oscura, para
acompañar las intenciones del nuevo ser creado. Llegamos a percibir,
fervientemente para el estudioso, cómo los pasos del personaje, justo antes de
entrar a la habitación de la que fue su esposa, son delicadamente dibujados por
las notas de los instrumentos y de qué manera tan notable el compositor
mantiene una pequeña estructura cual minimalismo artístico en plena acción y
que aglutina la totalidad de elementos y recursos de una partitura en la que,
si nos fijamos en la mayoría de las secuencias, la variación continua hacia
semitonos más agudos es una de sus peculiaridades repetidas e identificativas.
Composición, en definitiva, de una forma simple que agudiza su complejidad en
la parte final, siempre habiendo mantenido una postura seria, firme, muy
estudiada y con instantes de verdadero nivel cinematográfico. Imprescindible en
las aportaciones del artista a las producciones de la Hammer.
PUNTUACIÓN: 10
Antonio Miranda. Octubre 2016.
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