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PSYCHO (1960).
BERNARD HERRMANN.
La
capacidad intelectual para componer música es una extensión del Arte que
poquísimos autores han podido alcanzar. Bernard Herrmann es uno de ellos y lo
demuestra sin contenciones en la genial película que nos ocupa. Ya los títulos
de crédito iniciales dibujan la genialidad de la eterna dupla que formaron
Hitchcock y el compositor estadounidense, éste desarrollando el tema principal
y de hermosísima y detallada composición y aquél, proyectándose hacia su faceta
de excelente dibujante, planteando una cabecera simple e impactante. A
continuación, varios apuntes descriptivos y la situación en el contexto pero,
donde realmente se inicia el trabajo y además con una intención directísima es,
sin duda, cuando la imagen del sobre con el dinero es llevada a primer plano de
pantalla. La fuerza con la que irrumpe Herrmann en una estampa tan simple es
arrolladora y tiene tanta intención que director y compositor llegarían a burlarse
artística y metafóricamente del control que están ejerciendo sobre cualquier
espectador, por intrépido que fuera. Sólo han transcurrido trece minutos,
títulos incluidos, y ya tenemos la sustancia teórica de la partitura en
nuestras manos. En tan poco tiempo ser capaz de hacer emanar ante el estudioso
tan magna cantidad de erudición musical es, sin duda, la capacidad minoritaria
de los genios.
Nos
encontramos ante uno de los inicios más perfectos musicalmente hablando de la
historia del cine. Podríamos referirnos a una combinación precisa de
descripción y narración, al instante en el que el compositor gira bruscamente
de una a otra (esto se produce cuando el jefe cruza el paso de peatones y se
percata de la presencia de la mujer en el coche); serían insuficientes nuestros
halagos hacia el control de absolutamente todo que Herrmann aplica en este
preciso instante y cómo se pasa del apoyo sutil de la historia al inicio en el
que la música toma el mando. El tema principal aparece, ahora, a una velocidad
más pausada que lo hiciera en los títulos de inicio, teniendo en cuenta que la
trama está en sus comienzos y la tensión acaba de aparecer. No sería práctico
un ritmo más elevado del que ha sonado sólo diez minutos antes. Si nos damos
cuenta, Herrmann acaba de plasmar en pantalla una estructura palindrómica
exquisita en la que usa un tema A y otro B con carácter introductorio y
descriptivo y, a continuación, el mismo tema B y luego el otro tema A, ahora
con orientaciones importantes y narrativas. Espectacular. Pero aún podemos dar
un pasito más en el complicado análisis de este inicio de la historia: la
música la podríamos situar un peldaño por encima de su función habitual en el
cine (la descripción y la narración): las sociedades artísticas o los
individualismos particulares (es lo mismo) siempre han pedido más, alguna
noción básica machacada por otra más potente y extraña; el carácter más
individual de lo intelectual clama la llegada, por cualquier parte y método, de
la causa de sensaciones o emociones que primen sobre la coherencia de las
formas existentes. Herrmann lo consigue y proyecta su partitura fuera de la
pantalla, de la imagen, ¡incluso de la historia! Lo que el compositor nos está
dejando escuchar hasta ahora es, ni más ni menos, el interior humano. La
señorita Marion queda plasmada al cien por cien con las notas que suenan, sus
temores e inquietudes mientras recoge su habitación y se marcha con el dinero;
el nerviosismo caótico al sentirse descubierta por su jefe (notemos cómo
nuestro corazón, en una circunstancia tal, empezaría a bombear sangre como
loco, casi golpeando nuestro interior, casi como Herrmann golpea la partitura
con las cuatro notas poderosas del inicio del tema principal).
La
aparición de Norman Bates en la historia es interesante. La música continúa su
periplo, como igual lo hace la señorita en su huida. Dos ámbitos podemos
asociar a la composición: el mundo interior de Marion, sus miedos y
circunstancias, y los perfiles misteriosos del mundo Bates que van dibujando
las notas, como indicándonos pausadamente con el dedo índice el camino que nos
conducen a ellos y que próximo está en llegar. Cuando lo hace, al parar la
señorita en el motel y figurar Norman por fin en pantalla, la música calla.
El
giro que encontramos en estos momentos en la historia es habilísimo. Marion ha
sido psicoanalizada y personificada, musicalmente hablando, y sólo fijándonos
en nuestro ámbito artístico (la música) comprenderemos lo dicho. Herrman une ya
las dos vertientes hasta ahora comentadas. La señorita llega al motel y sus
inquietudes parecen desaparecer, traspasadas de pronto, casi de forma
imperceptible, a Norman Bates y su cosmos interno. Compositor y director
manejan la situación asombrosamente y hacen que todo espectador centre su
atención casi únicamente en el hombre, su inseguridad, el misterio que envuelve
su oficina, los gestos neuróticos de sus conversaciones, la madre… Es un alarde
casi de examen opositor: hemos de estar atentos ya que estructuras y melodías
empleadas con Marion pasan ahora, sin tapujos clasicistas, a describir y narrar
secuencias en las que se intercalan conceptos de ambos personajes. Nos
encontramos en el momento máximo de composición intelectual para cine. Absoluta
genialidad.
A
los cuarenta y cinco minutos de metraje, la partitura ya centra su cínica
obsesión en Bates y su mente fracturada. Es tan potente el momento y, a la vez,
tan sutilmente presentado…: la música planea suave y delicada entre los matices
dementes del personaje; Marion ha pasado de maniobrar a temer y Bates se
columpia alienado, apoyado por las bases eternas e hirientes de Herrmann, que
ha resultado inapreciable en el salto de la mujer al hombre, de la mente sana y
el acto vandálico a la perturbada y los actos incomprensibles y todo ello
usando las mismas estructuras y formas musicales.
El
compositor decide matizar a Bates. ¿Cómo? ¿Cuándo? Estamos inmersos en la
fusión del primer mundo (el de la señorita y su robo) con el segundo (el del
loco y el motel) y todo ello, como hemos dicho, siguiendo notas, temas y dibujos
similares. Aparecen ahora los tonos más agudos de la sección de cuerda, bien
diferenciados. Tras la descarada y directa conversación entre ambos en la
oficina, Norman se queda solo y comprueba el nombre falso que le ha dado ella:
empieza ‘’el mundo Bates’’, su demencia parece despertar definitivamente y
Herrmann la describe con ese chirriar contenido de la orquesta. Secuencia
importante: el hombre espía a la mujer a través del agujero en la pared. Es la
primera vez que se unen en pantalla la imagen del baño, la mujer y el sonido
agudo y chirriante del violín, esta vez todo contenido y expectante (estamos
ante el adelanto de la famosa escena de la ducha; estos tres elementos volverán
a fusionarse de forma violenta pocos minutos después).
Llegamos
a la nombrada secuencia del asesinato en la bañera (cuidado, la estructura y
manejo del segundo de los asesinatos son, si cabe, de mayor calidad que en
éste, siempre usando los mismos registros sonoros). Dejaremos aparte razones y
pretextos por los que todo el mundo reconocería la música y me centraré en lo
que, para mí, resulta más importante: tan breve e intenso momento es narrado
con semejante fuerza que poco puede decirse que no sean halagos: profundidad,
poder, potencia y, sobretodo, contraste. La oposición tan brusca y en tan poco
tiempo que Herrmann aplica al suceso es la clave. Sonidos agudos y chillones
son golpeados de repente por los graves de la orquesta como si éstos matasen a
aquéllos (redimiendo el cruel acto) igual que éstos habían hecho con la chica.
Pero lo importante de la escena de la ducha, hablando en referencia a la
estructura musical de ‘’Psicosis’’, es lo que el artista nos ofrece justo
después: hemos vivido el momento más crudo e impactante y, aún así, la música
reinicia el tono sosegado, dulcemente neurótico e intelectualmente calmado de
toda la historia. Es, junto al magnífico inicio descrito, la parte fundamental
para comprender el significado real de la composición para la película.
Herrmann nos vuelve literalmente locos de una forma descarada y plácida.
Poco
a poco, la partitura evoluciona hacia sonidos más prolongados y registros
agudos, pero siempre manteniendo el tono suave y tranquilo y sin abandonar el
típico diálogo entre violas y violonchelos, generador de la tensión del filme.
Los temas también cambian a registros sonoros distintos a los iniciales, dando
por concluida la presencia de Marion en el filme y potenciando, ya sí, la parte
centrada en Norman Bates. Sutilmente aparecen temas nuevos (fijados en la
mansión). El compositor mantiene su exquisito nivel descriptivo, que domina la
obra pero que alcanza tal calidad que, siendo apoyo base de multitud de
secuencias, ella misma, la música, por sí sola, adquiere la función de guión
absoluto.
Final
apoteósico. Los instantes que le preceden mantienen esa ligera variación
mencionada hasta parar en el desenlace, musicalmente poderoso y de nuevo
portador del tema de la ducha, con el contraste de los tonos agudos en el
momento álgido, frenados (perdonados, redimidos nuevamente, liberados) por los
inmediatos graves, como en todos los crímenes acontecidos. El lenguaje musical
de Herrmann es admirable. El monólogo de Bates, neurótico y perdido para
siempre, en esa imagen fascinante envuelto en la manta y apoyado por las notas de
la música, de nuevo pausadas e insolentes, nos conduce al final de todo. Norman
explica, en pocos segundos, el ilustre, distinguido y exquisitamente perturbado
contenido de esta obra maestra de la música de cine.
En
conclusión, ‘’Psicosis’’ representa una de las pocas obras cumbre en la
historia de la composición para cine. Un manejo del lenguaje tan profundo y
complejo que el mismísimo Alfred Hitchcock quedó deslumbrado al comprobar cómo
su, hasta el momento, poco creíble producción había alcanzado la categoría de obra
maestra después de que Bernard Herrmann escribiese su propio guión. Es el
ejemplo de cómo un genio de la música de cine convirtió en inmortal una obra
que su propio director empezaba a desechar para la gran pantalla.
PUNTUACIÓN: 10
Antonio
Miranda. Enero 2015.
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