‘’Los diez primeros
minutos me parecieron de una belleza extraordinaria; a partir de ahí, ya no
entendí nada’’
Leí este pequeño apunte en cualquier sitio a no sé qué persona
que presenció la obra en una sala de proyección; en efecto, ni el filme ni su
música son nada entendibles para quien intente sentarse a ver una película. Es
la vida, pero una vida singularmente concebida desde el análisis filosófico. La
existencia es una asquerosa y burda muerte,
repetitiva, trivial y austera que suena hasta machacarnos el cerebro y la carne (como la música que,
insistente, suena ya desde el inicio, cuando el caballo huye de la vida hacia
su muerte, guiado por el viejo dueño y sentenciado, momentos atrás, por el
crudo y extraordinario abrazo de Friedrich Nietzsche).
Un amigo me dio a conocer ‘’The
Turin horse’’; tarareó fielmente los acordes que sirven de base para el
compositor durante toda la obra. Al escuchar, comenté: ‘’Pero… ¡si eso es
Vértigo, de Herrmann!’’ Ambos nos sorprendimos. En efecto, ambas estructuras
son similares, una (Vértigo) iniciada desde las notas agudas a las graves y la
otra (The Turin horse) al contrario. Y ambas sirviendo de base al resto de la
música. Y ambas, distanciadas por los años, confluyendo a una misma estructura
filosófica y vital. Curioso y atractivo.
Béla
Tarr (el director) da cuerpo a una estudiada forma artística; aquí entra en
juego nuestro componente: la música. Vig (el compositor) propone una partitura
minimalista en extremo, una
composición de cámara con violines en melodía principal (tres notas, con la
última de ellas prolongada) y cuerdas magníficas como arreglos, un grupo de
ellas subiendo y bajando notas continuamente (las similares a la base usada por
Herrmann) y las otras, tediosas, monótonas, adornadas con sólo dos apuntes que
juegan y ríen burlonamente, conociendo, sólo ellas, el desenlace final. Este
pequeño arreglo, sus dos notas, tocadas por los graves de la orquesta,
simbolizan tantas situaciones que alguien que no tuviera su intención puesta en
la música quedaría asombrado al conocerlas. Voluntad o no del director, del
compositor, pero ahí está: el viejo y la hija; lo humano (el viejo y la hija)
contra el animal; la huida y el regreso; la idea de Dios y el tedio de la vida;
así…muchísimas otras.
Mihály Vig crea para
la película un solo tema, no hay más. Se va repitiendo a lo largo de la obra.
Una estructura de unos cinco o seis minutos en el que también se incluye un
pequeño matiz: la idea de Dios (la tormenta apocalíptica, el posible final de
la existencia…) aparece en la composición en forma de órgano, tantas veces relacionado
con las iglesias y vivencias religiosas, y que nace entre las notas tímidamente,
casi imperceptible al oído, pero que adquiere, para el oyente intrépido y atento,
una especial dirección del grupo musical. ¿Algo nos querrán decir director y
compositor con este matiz tan etéreo y a la vez importante? Las
interpretaciones pueden volar tanto como para formar miles de ellas.
En fin, un entramado voluminoso y
lento, como la vida; estudiado y de una simpleza minimalista llega a un nivel
muy alto empastado en ese mundo tedioso que representa la película. Lástima su
escasa duración que limita, de forma importante, la calificación de este fruto
artístico; o, tal vez, se agradezca una apuesta de tal tipología.
…ESCÚCHALA SI…: te atreves a ser perforado por un
minimalismo absoluto y a soportar la grandeza de una obra que a la mayoría
cansará.
….NO LA ESCUCHES SI…: no sabes o quieres apreciar cinco
únicos minutos de música durante dos horas y media, espaciados por silencios
turbadores y secuencias eternas.
Hungría.
Hungría.
Antonio Miranda. Marzo 2014.